Wilson y Anthony (nombres ficticios) observan un improvisado partido de vóley playa sentados en un banco del paseo marítimo de Weymouth, en el sur de Inglaterra. En la arena, una decena de hombres originarios de Oriente Medio disputan un apasionado encuentro entre risas, aprovechando las últimas horas de luz de un inusual día soleado. Wilson levanta el brazo y saluda a uno de ellos desde la distancia. “Son iraníes. Los conocemos de la barcaza“, explica, antes de dar una calada a su cigarrillo.
La barcaza a la que hace referencia este joven de poco más de 20 años es el Bibby Stockholm, la embarcación que el Gobierno británico instaló en el cercano puerto de Portland en julio del año pasado como parte de su estrategia para frenar la llegada irregular de inmigrantes al Reino Unido. Una instalación que duplicó su capacidad para acoger a más de 500 solicitantes de asilo, a pesar de las críticas de las organizaciones de derechos humanos, que la han calificado de “cárcel flotante” por el aislamiento y los estrictos controles de seguridad a los que están sometidos sus ocupantes.
“Te sientes como un prisionero. Cada vez que entras tienes que quitarte todo lo que llevas encima”, asegura Wilson. “Tenemos que pasar por un escáner como los del aeropuerto, incluso para salir a fumar”, añade Anthony. A pesar de destacar aspectos positivos como la comida, los dos señalan que el espacio reducido de las habitaciones y la sensación de vivir recluido ha empeorado la salud mental de algunos ocupantes de la barcaza y ha generado tensiones y peleas puntuales. “Muchas personas están estresadas porque llevan mucho tiempo aquí y no les resuelven el caso”, explica Wilson.
Plan polémico
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El Bibby Stockholm ha estado marcado por la polémica desde su llegada a Portland. El traslado de los primeros solicitantes de asilo sufrió varios retrasos debido a los problemas técnicos en las instalaciones y a la detección de la bacteria de la legionela, que obligó a desalojar a los primeros ocupantes días después de su llegada el pasado agosto. El Gobierno consiguió resolver los contratiempos iniciales y ha garantizado que los cerca de 300 inmigrantes alojados actualmente en la barcaza tienen todas las necesidades básicas cubiertas, además de recibir atención sanitaria cinco días a la semana, apoyo psicológico, un servicio de autobús regular al centro de Weymouth y clases de inglés.
Pero la muerte por suicidio de Leonard Farruku, un joven albanés de 27 años, a bordo del Bibby Stockholm el pasado diciembre puso de nuevo el foco sobre el impacto psicológico que el uso de esta embarcación tiene en personas que, en su gran mayoría, están escapando de contextos de violencia y persecución en sus países de origen. Las principales organizaciones de defensa de los derechos humanos advierten de la incertidumbre que sienten los ocupantes de la barcaza, quienes en la mayoría de los casos no reciben información actualizada sobre el estado de su solicitud de asilo, y lamentan que estén sometidos a controles estrictos de seguridad cuando en el resto de alojamientos pueden entrar y salir con libertad.
Población dividida
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La llegada del Bibby Stockholm también ha provocado divisiones entre los más de 65.000 habitantes de Weymouth y Portland, quienes han mostrado su rechazo a la barcaza por dos motivos enfrentados. Sally Davidson es miembro de Portland Global Friendship, un grupo creado inicialmente por ocho mujeres de la zona para dar apoyo a los solicitantes de asilo y tratar de integrarlos en el día a día del municipio. “Sabemos que para algunos de ellos, y probablemente otros muchos que no conocemos, esta situación les resulta muy difícil de gestionar. La salud mental y física de los solicitantes de asilo se está deteriorando”, alerta Davidson, quien participa en la organización de excursiones y clases de conversación, así como en la recolección de piezas de ropa y de aparatos electrónicos que puedan ser de utilidad para los recién llegados.
La joven voluntaria reconoce que el Bibby Stockholm ha provocado inquietud entre una parte importante de los habitantes de la zona y ha despertado una ola de racismo, alimentada por el discurso del Gobierno contra la inmigración y su asociación con la delincuencia y por la propagación de rumores a través de las redes sociales. “Hay muchos rumores que circulan, especialmente en relación a la seguridad de los niños. Uno de ellos es que algunos ocupantes de la barcaza han hecho fotografías a menores, pero cuándo preguntas de dónde sale la información o cuándo ha ocurrido no recibes respuestas fundamentadas”, explica Davidson en una cafetería cercana al puerto.
Recursos públicos
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En el lado opuesto se encuentra Kate Robson, vecina de Portland y miembro del grupo ‘No to the Barge’, quien considera que los solicitantes de asilo están recibiendo unos recursos que deberían destinarse a mejorar los servicios públicos para la población local. “Como contribuyente, es difícil de entender que se esté pagando esta cantidad de dinero mientras el servicio de salud se está desmoronando a nuestro alrededor. Conozco a tres personas que están en tratamiento contra el cáncer y todas han tenido malas experiencias esperando un diagnóstico”. Robson considera injusto que los solicitantes de asilo tengan acceso a un médico en la barcaza y un servicio de transporte exclusivo, en una zona que “atraviesa sus propias dificultades”.
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En la playa de Weymouth, los jugadores del improvisado partido de volley se limpian la arena de los pies en uno de los bancos del paseo, poco antes de emprender el camino de regreso a la barcaza. “Si no tuviéramos un autobús que nos sacara de allí todos los días eso sería una cárcel“, asegura Anthony. Ninguno de ellos tiene claro cuánto tiempo deberán permanecer allí, ni siquiera si podrán quedarse en el Reino Unido una vez tramitada su solicitud de asilo, pero Wilson sí tiene algo claro: en ningún caso quiere volver a su país de origen. “Yo busco refugiarme en un país tranquilo y aquí me siento tranquilo. No pido nada más”.
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